Derrotero.
He advertido que en
general la aquiescencia concedida
por el hombre en situación de leyente a un
riguroso eslabonamiento dialéctico, no es más que una
holgazana incapacidad
para tantear las pruebas que el escritor aduce y una borrosa confianza
en la
honradez del mismo. Pero una vez cerrado el volumen y dispersada la
lectura,
apenas queda en su memoria una síntesis más o menos
arbitraria del conjunto leído.
Para evitar desventaja tan señalada, desecharé en los
párrafos que siguen toda
severa urdimbre lógica y hacinaré los ejemplos.
No hay tal yo de conjunto. Cualquier actualidad de la vida es enteriza
y suficiente. ¿Eres tú acaso al sopesar estas
inquietudes algo más que una indiferencia resbalante sobre la
argumentación que señalo, o un juicio acerca de las
opiniones que muestro?
Yo, al escribirlas, sólo soy una certidumbre que inquiere las
palabras más aptas para persuadir tu atención. Ese
propósito y algunas sensaciones musculares y la visión de
límpida enramada que ponen frente a mi ventana los
árboles, construyen mi yo actual.
Fuera vanidad suponet:. que ese agregado psíquico ha menester
asirse a un yo para gozar de validez absoluta, a ese conjetural Jorge
Luis Borges en cuya lengua cupo tanto sofisma yen cuyos solitarios
paseos los tardeceres del suburbio son gratos.
No hay tal yo de conjunto. Equivócase quien define la identidad
personal como la posesión privativa de algún erario de
recuerdos. Quien tal afirma, abusa del símbolo que plasma la
memoria en figura de duradera y palpable troj o almacén, cuando
no es sino el nombre mediante el cual indicamos que entre la
innumerabilidad de todos los estados de conciencia, muchos acontecen de
nuevo en forma borrosa. Además, si arraiga la personalidad en el
recuerdo, ¿a qué tenencia pretender sobre los instantes
cumplidos que, por cotidianos o añejos, no estamparon en
nosotros una grabazón perdurable? Apilados en años, yacen
inaccesibles a nuestra anhelante codicia. Y esa decantada memoria a
cuyo fallo hacéis apelación, ¿evidencia alguna vez
toda su plenitud de pasado? ¿ Vive acaso en verdad?
Engáñanse también quienes como los sensualistas,
conciben tu personalidad como adición de tus estados de
ánimo enfilados. Bien examinada, su fórmula no es
más que un vergonzante rodeo que socava el propio basamento que
construye; ácido apurador de sí mismo; palabrero embeleco
y contradicción trabajosa.
Nadie pretenderá que en el vistazo con el cual abarcamos toda
una noche límpida, esté prefigurado el número
exacto de las estrellas que hay en ella.
Nadie, meditándolo, aceptará que en la conjetural y nunca
realizada ni realizable suma de diferentes situaciones de ánimo,
pueda estribar el yo. Lo que no se lleva a cabo no existe, yel
eslabonamiento de los hechos en sucesión temporal no los refiere
a un orden absoluto. Yerran también quienes suponen que la
negación de la personalidad que con ahínco tan pertinaz
voy urgiendo, desmiente esa certeza de ser una cosa aislada,
individualizada y distinta que cada cual siente en las honduras de su
alma. Yo no niego esa conciencia de ser, ni esa seguridad inmediata del
aquí estoy yo que alienta en nosotros. Lo que sí niego es
que las demás convicciones deban ajustarse a la consabida
antítesis entre el yo yel no yo, y que ésta sea
constante. La sensación de frío y de espaciada y grata
soltura que está en mí al atravesar el zaguán y
adelantarme por la casi oscuridad callejera, no es una añadidura
a un yo preexistente ni un suceso que trae apareado el otro suceso de
un yo continuo y riguroso.
Además, aunque anduviesen desacertadas las anteriores rawnes, no
daría yo mi brazo a torcer, ya que tu convencimiento de ser una
individualidad es en un todo idéntico al mío yal de
cualquier espécimen humano, y no hay manera de apartarlos.
No hay tal yo de
conjunto. Basta caminar algún trecho por la implacable rigidez
que los espejos del pasado nos abren, para sentimos forasteros y
azoramos cándidamente de nuestras jornadas antiguas. No hay en
ellas comunidad de intenciones, ni un mismo viento las empuja. Lo
han declarado así aquellos hombres que escudriñaron
con verdad los calendarios de que fue descartándolos el
tiempo. Unos, botarates como cohetes, se vanaglorian de tan entreverada
confusión y dicen que la disparidad es riqueza; otros,
lejos de encaramar el desorden, deploran lo desigual de sus días
y anhelan la popular lisura. Copiaré dos ejemplos. El primero
lleva por fecha el año 1531 y es el epígrafe del libro De
Incertitudine et Vanitate Scientiarum que en las
desengañadas postrimerías de su vida compuso el
cabalista y astrólogo Agrippa de Nettesheim. Dice de esta manera:
Entre los dioses, sacuden a todos las befas de Momo.
Entre los héroes, Hércules da caza a todos los
monstruos.
Entre los demonios, el Rey del Infierno, Plutón, oprime todas
las sombras.
Mientras Heráclito ante todo llora.
Nada sabe de nada Pirrón.
Y de saberlo todo se glorifica Aristóteles.
Despreciador de lo mundanal es Diógenes.
A nada de esto, yo Agrippa, soy ajeno.
Desprecio, sé, no sé, persigo, río, tiranizo, me
quejo.
Soy filósofo, dios,
héroe, demonio y el universo entero
La atestiguación segunda la saco del tercer trozo de la
Vida
e historia de Torres Villarroel. Este sistematizador de Quevedo,
docto en estrellería, dueño y señor de todas las
palabras, avezado al manejo de las más gritonas figuras, quiso
también definirse, y palpó su fundamental
incongruencia; vio que era semejante a los otros, vale decir, que
no era nadie, o que era apenas una algarada confusa, persistiendo
en el tiempo y fatigándose en el espacio. Escribió
así:
Yo
tengo ira, miedo, piedad, alegría, tristeza, codicia, largueza,
furia, mansedumbre y todos los buenos y malos afectos y loables y
reprehensibles ejercicios que se puedan encontrar en todos los hombres
juntos o separados. Yo he probado todos los vicios y todas las
virtudes, y en un mismo día me siento con inclinación a
llorar ya reír, a dar ya retener, a holgar ya padecer, y siempre
ignoro la causa y el impulso destas contrariedades. A esta
alternativa de movimientos contraríos, he oído llamar
locura; y sí lo es, todos somos locos, grado más o menos,
porque en todos he advertido esta impensada y repetida
alteración.
No hay tal yo de conjunto. Allende toda posibilidad de sentenciosa
tahurería, he tocado con mi emoción ese desengaño
en trance de separarme de un compañero. Retornaba yo a Buenos
Aires y dejábale a él en Mallorca. Entrambos comprendimos
que salvo en esa cercanía mentirosa o distinta que hay en las
cartas, no nos encontraríamos más. Aconteció lo
que acontece en tales momentos. Sabíamos que aquel adiós
iba a sobresalir en la memoria, y hasta hubo etapa en que intentamos
adobado, con vehemente despliegue de opiniones para las
añoranzas venideras. Lo actual iba alcanzando así todo el
prestigio y toda la indeterminación del pasado...
Pero encima de cualquier alarde egoísta, voceaba en mi pecho la
voluntad de mostrar por entero mi alma al amigo. Hubiera querido
desnudarme de ella y dejada allí palpitante. Seguimos
conversando y discutiendo, al borde del adiós, hasta que de
golpe, con una insospechada firmeza de certidumbre, entendí ser
nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible
exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría mi vida
un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, que todos
ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del pasado y
encaradas al porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo
presente, de lo circunstancial, no éramos nadie. Y
abominé de todo misteriosismo.
*
El siglo pasado, en sus manifestaciones estéticas, fue
raigalmente subjetivo. Sus escritores antes propendieron a patentizar
su personalidad que a levantar una obra; sentencia que también
es aplicable a quienes hoy, en turba caudalosa y aplaudida, aprovechan
los fáciles rescoldos de sus hogueras. Pero mi empeño no
está en fus.tigar a unos ni a otros, sino en considerar la
Viacrucis por donde se encaminan fatalmente los idólatras
de su yo. Ya hemos visto que cualquier estado de ánimo, por
advenedizo que sea, puede colmar nuestra atención; vale
decir, puede formar, en su breve plazo absoluto, nuestra esencialidad.
Lo cual, vertido al lenguaje de la literatura, significa que procurar
expresarse, y querer expresar la vida entera, son una sola cosa y la
misma. Afanosa y jadeante correría entre el envión del
tiempo y el hombre, quien a semejanza de Aquiles en la preclara
adivinanza que formuló Zenón de Elea, siempre se
verá rezagado. ..
Whitman fue el primer Atlante que intentó realizar esa
porfía y se echó el mundo a cuestas. Creía que
bastaba enumerar los nombres de las cosas, para que enseguida se
tantease lo únicas y sorprendentes que son. Por eso, en sus
poemas, junto a mucha bella retórica, se enristran
gárrulas series de palabras, a veces calcos de textos de
Geografía o de Historia, que inflaman enhiestos signos de
admiración, y remedan altísimos entusiasmos.
De Whitman acá, muchos se han enredado en esa misma falacia. Han
dicho de esta suerte:
No he mortificado el idioma en busca
de agudezas imprevistas o de maravillas verbales. No he urdido ni una
leve paradoja capaz de alborotar vuestra charla o de chisporrotear por
vuestro laborioso silencio. Tampoco inventé un cuento al
derredor del cual se apiñarán las largas atenciones como
en la recordación se apiñan muchas horas inútiles
al derredor de una hora en que hubo amor. Nada de eso hice ni determino
hacer y sin embargo quiero perdurar en la fama. Mi justificación
es la que sigue: Yo soy un hombre atónito de la abundancia del
mundo: yo atestiguo la unicidad de las cosas. Al igual de los
más preclaros varones, mi vida está ubicada en el
espacio, y las campanadas de los relojes unánimes jalonan mi
duración por el tiempo. Las palabras que empleo no son resabios
de aventadas lecturas, sino señales que signan lo que he sentido
o contemplado. Si alguna vez menté la aurora, no fue por seguir
la corriente fácil de uso. Os puedo asegurar que sé lo
que es la Aurora: he visto, con alborozo premeditado, esa
explosión, que ahueca el fondo de las calles, amotina los
arrabales del mundo, humilla las estrellas y ensancha en muchas leguas
el cielo. Sé también lo que son un jacarandá, una
estatua, un prado, una cornisa.... Soy semejante a todos los
demás. Ésa es mi jactancia y mi gloria. Poco importa que
la haya proclamado en versos ruines o en prosa mazorral.
Lo mismo, con más habilidad y mayor maestría, afirman los
pintores. ¿Qué es la pintura de hoy -la de Picasso y sus
alumnos-, sino la verificación absorta de la preciosa unicidad
de un rey de espadas, de un quicial, o de un tablero de ajedrez? La
egolatría romántica y el vocinglero individualismo van
así desbaratando las artes. Gracias a Dios que el prolijo examen
de minucias espirituales que éstos imponen al artista, le hacen
volver a esa eterna derechura clásica que esla creación.
En un libro como
Greguerías
ambas tendencias entremezclan sus aguas e ignoramos alleedo si lo que
imanta nuestro interés con fuerza tan única es una
realidad copiada o es pura forja intelectual.
El yo no existe. Schopenhauer, que parece arrimarse muchas veces a esa
opinión la desmiente tácitamente, otras tantas, no
sé si adrede o si forzado a ello por esa basta y zafia
metafísica -o más bien ametafísica-, que acecha en
los principios mismos del lenguaje. Empero, y pese a tal disparidad,
hay un lugar en su obra que a semejanza de una brusca y eficaz
lumbrerada, ilumina la alternativa. Traslado el tal lugar que,
castellanizado, dice así:
Un tiempo infinito ha precedido a mi
nacimiento; ¿qué fui yo mientras tanto?
Metafísicamente podría quizá contestarme: Yo
siempre fui yo; es decir, todos aquellos que dijeron yo durante ese
tiempo, fueron yo en hecho de verdad.
La realidad no ha menester que la apuntalen otras realidades. No hay en
los árboles divinidades ocultas, ni una inagarrable cosa en
sí detrás de las apariencias, ni un yo mitológico
que ordena nuestras acciones. La vida es apariencia verdadera. No
engañan los sentidos, engaña el entendimiento, que dijo
Goethe: sentencia que podemos comparar con este verso de Macedonia
Fernández:
La realidad trabaja en abierto
misterio.
No hay tal yo de conjunto. Grimm, en una excelente declaración
del budismo (
Die Lehre des Buddba,
München, 1917), narra el procedimiento eliminador mediante el cual
los indios alcanzaron esa certeza. He aquí su canon
milenariamente eficaz:
Aquellas
cosas de las cuales puedo advertir los principios y la
postrimería, no son mi yo. Esa norma es verídica y
basta ejemplificarla para persuadimos de su virtud. Yo, por ejemplo, no
soy la realidad visual que mis ojos abarcan, pues de serlo me
mataría toda oscuridad y no quedaría nada en mí
para desear el espectáculo del mundo ni siquiera para olvidado.
Tampoco soy las audiciones que escucho pues en tal caso debería
borrarme el silencio y pasaría de sonido en sonido, sin memoria
del anterior. Idéntica argumentación se endereza
después a lo olfativo, lo gustable y lo táctil y se
prueba con ello, no solamente que no soy el mundo aparencial -cosa
notoria y sin disputa- sino que las apercepciones que lo señalan
tampoco son mi yo. Esto es, no soy mi actividad de ver, de oír,
de oler, de gustar, de palpar. Tampoco soy mi cuerpo, que es
fenómeno entre los otros. Hasta ese punto el argumento es
baladí, siendo lo insigne su aplicación a lo espiritual.
¿Son el deseo, el pensamiento, la dicha y la congoja mi
verdadero yo? La respuesta, de acuerdo con el canon, es claramente
negativa, ya que estas afecciones caducan sin anonadar me con ellas. La
conciencia -último escondrijo posible para el emplazamiento del
yo- se manifiesta inhábil. Ya descartados los afectos, las
percepciones forasteras y hasta el cambiadizo pensar, la conciencia es
cosa baldía, sin apariencia alguna que la exista
reflejándose en ella.
Observa Grimm que este prolijo averiguamiento dialéctico nos
deja un resultado que se acuerda con la opinión de Schopenhauer,
según la cual el yo es un punto cuya inmovilidad es eficaz para
determinar por contraste la cargada fuga del tiempo. Esta
opinión traduce el yo en una mera urgencia lógica, sin
cualidades propias ni distinciones de individuo a individuo.